Historia de Santa Ana

Historia de Santa Ana

Originariamente el Municipio de Santa Ana fue una reducción indígena organizada en comunidad y dirigida por los padres franciscanos.

Pero los indios no eran nativos de la zona, pertenecían a la nación Guácaras y habían estado reducidos en el Gran Chaco, en las proximidades de la ciudad de Concepción de la Buena Esperanza de la cual dependía. Esta ciudad fue destruida en 1631 o 1635.

La antigua reducción de guácaras fue fundada por los Padres Pedro Romero y Cristóbal de Mendoza en 1660. Destruida Concepción de la Buena Esperanza del Río Bermejo, sus vecinos españoles se incorporaron a la ciudad de de la Siete Corrientes, donde fueron considerados, por orden de la Real Audiencia de Charcas, como fundadores y con derecho a los cargos del Cabildo.

Desde ese entonces, o años después, porque se efectuaron expediciones al Gran Chaco para establecer a Concepción de la Buena Esperanza, debieron venir los indios de Guácaras traídos por las expediciones que salieron de Corrientes con el apoyo de Santa Fe.

Cuando las actas capitulares de Corrientes aluden a estas expediciones, denominan al territorio incursionado “valle Calchaquí”.

Casi podría decirse, sobre todo en atención a la índole de los Guácaras, que eran pacíficos y laboriosos y originarios de aquella nación relativamente evolucionada, y que al ser trasladadas a la reducción vecina de Concepción del Bermejo, dieron el nombre de Calchaquí a esa zona. La etimología del la palabra guácaras, de afiliación “quicha” y no quichua, como puede verse en otro lugar, confirmaría este punto de vista.

Desde su traslado a la jurisdicción correntina el vecindario indígena de la tribu guácaras fue agricultor y de hábitos pacíficos, fue evangelizada por la orden franciscana.

Tenía sus bienes en comunidad y logró tal cultura, que en las primeras décadas del siglo XIX se fusionaron con los pobladores blancos que se radicaban en su emplazamiento.

La reducción de Guácaras en el Chaco, en jurisdicción de Concepción del Bermejo, duró hasta la destrucción de esta ciudad en 1631: los indígenas de Guácaras, en Corrientes, pertenecen a aquella nación y su llegada se produce en el siglo XVII.

Las Actas Capitulares de Corrientes hablan de Guácaras en la mitad del siglo XVII en que se alude a indios tomados en las expediciones llevadas a cabo al Chaco y Valle Calchaquí. “Estas actas han sido publicadas por la Academia Nacional de la Historia, bajo mi dirección” – dice el Dr. Hernán Félix Gómez.

3 de Diciembre de 1737

El terreno del poblado fue mensurado por el Juez Comisionado Capitán Adrián Cabrera Cañete, el 3 de diciembre de 1737 en presencia del Procurador de Naturales D. Tomás de Villanueva.

En la mensura hizo gracia y donación a los indios del Pueblo Guácaras don Francisco Maciel del Águila y Villanueva, (hijo de Doña Tomasa Villanueva, y bisnieto del primitivo propietario don Nicolás de Villanueva), de mil quinientas varas de terreno que abarcaba, desde el medio de la isla de los Leones, rumbo al oeste, sobre el Camino Real que va de la Capital a Itatí, y desde el mismo punto rumbo al Sur, dos mil quinientas varas hasta el pantano del Monte del Riachuelo, comprendiéndose en ese terreno la población.

Dicho terreno integraba la Merced Real hecha a don Nicolás de Villanueva por el señor Hernando Arias de Saavedra (Hernandarias) (Gobernador del Río de la Plata del año 1600 a 1609), quedando exceptuadas ochocientas varas que había vendido el mismo don Francisco Maciel del Águila y Villanueva, al Capitán D. Nicolás de Valenzuela, a quien se le dio posesión el mismo día de la mensura. (1)

En 1751 el Cabildo de Corrientes dispuso que fueran agregados a este pueblo, todos los indios originarios de Santiago Sánchez y Ohoma sin residencia fija que anduvieran dispersos por la campaña, pero los Guácaras no lo aceptaron.

El 25 de mayo de 1756 el Teniente de Gobernador de Corrientes, Bernardo López Luján, ordenó efectuar un empadronamiento de la población que lo llevó a cabo el Alcalde Provincial don José de Acosta y que arrojó un total de 136 personas. El 10 de enero de 1760 se procedió a empadronar a los censados.

Aludiendo al paraje agregaba López Luján: “El pueblo de indios de Santa Ana de los Guácaras dista de la ciudad cinco leguas hacia la parte oriental; se halla sin iglesia ni forma de pueblo, está a cargo del cura de naturales que les administra los sacramentos y demás ministerios parroquiales en la ciudad. No tienen cajas de comunidad, ni bienes comunes sino que cada uno trabaja en sus labranzas para mantenerse y vestirse a sí y a su familia, con libre distribución lo que agencian”, y agrega el Teniente de Gobernador más adelante, completando el cuadro de descripción: “No pagan tributos a Su Majestad ni encomenderos, por no haberlos desde tiempos inmemorial y no dándose la causa de esta excepción.

Tienen un corregidor cuya elección pertenece al Teniente de Gobernador, sin otro ministro ni cabildo.

Nace la Capilla

La falta de un templo en el pueblo y la insuficiente atención espiritual de sus pobladores motivó al cura y vicario de Corrientes Dr. Antonio Martínez de Ibarra a declarar ante el Cabildo “… que como interino del pueblo de los Guácaras, se hallaba resuelto a tomar a su cargo la construcción de una capilla decente para dicho pueblo con los naturales del lugar, afrontando el costo de sus propio peculio y para ello encarecía que este Cabildo se interesase con el señor Teniente de Gobernador para que a dichos naturales los releve de las contribuciones y no se entorpezca tan importante obra”
El 5 de Agosto de 1771 el Cabildo de Corrientes facultó al Cura y Vicario interino Dr. Antonio Martínez de Ibarra para la construcción de la capilla.

Las primeras órdenes que se establecieron en América hacia 1500 en la isla de Santo Domingo fueron franciscanas y mercedarias, sumándose la de dominicos en 1510. Los franciscanos desde 1524 de distribuyeron por todo el continente bajando desde el Virreinato de Nueva España a lo que luego confirmaría el Virreinato del Perú y en 1572 se incorporaron los jesuitas.

Los pueblos de indios estuvieron organizados en modos eclesiásticos particulares, llevados a cabo por la Orden Franciscana y dependientes del Cabildo de Corrientes. Por entonces la ciudad de Corrientes tenía 9.700 habitantes (66% blancos – 34% indios).

Al determinarse en 1806 la creación de la Parroquia de San Cosme, la capilla de Santa Ana pasó a un segundo plano. Pero como se demoraba la construcción del templo de San Cosme, obligó a su párroco el Dr. Juan Nepomuceno Goytía, a atender en la capilla de Santa Ana, hasta el 30 de febrero de 1810, en que pudo volver a celebrar misa, ahora, en el nuevo templo sancosmeño, dejando como teniente cura en los guácaras, al fray Domingo Rolón. Asimismo, entre 1824 y 1827 (período en que Pedro Ferré cumplía su primer período de gobierno), volvió a constituirse en Parroquia la capilla de Santa Ana, mientras se construía el nuevo y definitivo templo de San Cosme.

La capilla estuvo terminada en 1785 según relata el viajero Félix de Azara, tras su paso por este lugar. Aunque un templo muy precario fue levantado por los padres franciscanos en 1745 con la ayuda de los aborígenes del lugar: Esta obra concluyeron en 1765 y se mantuvo a través del tiempo con su nave única y las galerías laterales. Será recién a fines del siglo XIX cuando se realizan las reformas que hoy la caracterizan, dejándolas sin el atrio de madera que presumiblemente poseía.

En el estable del Altar Mayor se encuentra la imagen de Santa Ana y la Virgen Niña, que representa a una anciana madre que enseña a leer a su pequeña hija. Tanto el comulgatorio –obra del indio Patricio- cuanto la imagen de la Dolorosa –cuyo autor se considera al indio Yaguarón – son obras que poseen, al igual que el Nazareno hecho de un solo tronco de madera de timbó, un valor inestimable a nivel cultural por su calidad y autenticidad.

Una curiosidad es la imagen de Santa Ana que se encuentra en la capilla, porque la representa en su ancianidad. Fue tallada por los indios Guácaras.

El nuevo altar es una combinación de mármol y madera, cuya base imita al tradicional altar que todavía está anexo al restable antiguo, pretendiendo ser una réplica del mismo.

A comienzo del siglo XIX ya funcionaba en la galería de la iglesia, una escuela de primeras letras donde enseñaban a leer latín y castellano; escribir también música y a la que asistían unos 21 cunumís o muchachos, con dos maestros a cargo. Por el año 1803 el pueblo aun no contaba con un sacerdote, pues se trasladaban de Corrientes a oficiar misa.

Entre 1809 y 1810 se produjo la incorporación de la fuente de loza para el bautismal, varios candeleros y la compra de una campana.

En 1814 se llevó a cabo una refacción muy completa del templo, que quedó minuciosamente descripta en los libros parroquiales. Ella involucró 13.000 adobes, 300 tejas de palma, 18 horcones, 200 tacuaras, puertas, ventanas y cerraduras de la iglesia y sacristía; compostura de la torre y revoque completo por fuera y por dentro, además del blanqueo total del edificio. Ello le significó a los maestros Bartolo, Yaguarón y Simón, junto con 17 peones, unos tres meses y 21 días de labor.

De 1817 a 1820 solo se registraron como hechos salientes la incorporación de tres piezas de papel pintado para el adorno de la Iglesia, una silla para la imagen de la patrona y su correspondiente pintura, así como el enladrillado del templo y la reparación del techo.
En octubre de 1825 se ejecutó ”la obra del coro de la iglesia de Santa Ana” por mano del maestro Ramón Arriola y el oficial carpintero Juan Manuel Gómez.

Testigos de la época

En el orden del tiempo esta Capilla debió ser la segunda de la reducción, la que el cronista José María Cabrer ha dejado descripta. Referimos a la relación que hace Cabrer, en su diario de viaje (1803).

Cabrer fue uno de los técnicos que España envió para determinar la frontera con Portugal; paralizadas las tareas retornó a Buenos Aires vía Candelaria, y de ahí por tierra a la ciudad de Corrientes, donde se embarcó para la Capital del Virreinato.

Dice Cabrer: “Hallándonos en la latitud del pueblo de Guácaras buscamos un hombre que nos encaminase a dicha población, porque teníamos ya algunas noticias, aunque muy diferentes de lo que vimos después. La latitud de este pueblo es de 27º 28´ meridional y la longitud de 320º 38´contada desde la punta más occidental de la isla Ferro (la latitud fue observada por D. Félix de Azara, uno de sus comisarios de límites).

Llegamos a los Guácaras y encaminándonos a casa del Corregidor que nos recibió con gran regocijo aquel buen padre de aquella tribu, que sin embargo, de estar muy ajeno a nuestra visita le hallamos a él y a su hermano con zapatos y muy bien llevados; cuanto poseía y adornaba su casa quería darnos, con alguna alegría que rebosaba los corazones de contento y nobleza.

Le dimos las gracias por su buen agasajo y le suplicamos que nos mostrase la capilla de su pueblo con todo lo demás que mereciese la atención de notarse. Al momento llamó a uno de sus sirvientes y le mandó avisase al sacristán que abriese la iglesia (adviértase que el Corregidor y todos sus súbditos hablaban el castellano con la mayor pureza como después se verá).

Volando fue el criado e inmediatamente tratamos de seguirlo; y aunque pareciera demás decir estas particularidades, hallamos que hablando de unos pobres indios y de un solo pueblo aislado, deben no omitirse; y así continuando la narración decimos: que al ir a la iglesia hasta que salió el último español de la casa, no salió el corregidor, y luego que estuvimos en la calle, dio la derecha a toda la comitiva y nos encaminó a la escuela de primeras letras y música que está en los corredores que exteriormente tiene la Iglesia.

Allí vimos a los dos maestros encargados de la instrucción de aquella escasa juventud, cuyo número no pasa de 20 cunumís o muchachos, a quienes se les enseñaba a leer latín y castellano, escribir y música aplicada a los salmos de David y cánticos sagrados, como manuscritos pegados en unas tablas delgadas de madera.

Eran ambos maestros vivos, advertidos, cumplimenteros y muy curiosos que a su ejemplo de los discípulos era lo propio, sin que les oyésemos ni una palabra en el idioma guaraní o de los indios, ni otro lenguaje que no fuera el castellano.

“Entramos en la Iglesia, cuyo santo patrono es Santa Ana, que está colocada en el centro del altar mayor con una hermosa y devota efigie del Señor Crucificado, y aunque pobre, la capilla la mantienen con el mayor aseo. Así los pobres y escasos ornamentos como todo en el edificio, que es de 24 varas de largo y 8 de ancho, cubierto de teja y la armazón de madera curiosamente labrada.”

“Al ver en nosotros la novedad de forasteros, se vinieron las mujeres del pueblo con mantillas, negras las más, y hombres, todos ellos muy bien vestidos y nos saludaron con respeto trabando en seguida conversación y haciéndonos varias preguntas como ser que vestidos usaban en Buenos Aires y el Reino y los usos y costumbres de esos lugares.

“Los hombres no se descuidaron en imponerse de los demás países, informándose en qué estado estaba la guerra. ¡Quiénes éramos! Si el paño del uniforme, sable, etc.

¿Que traíamos puesto? Si era obra de Buenos Aires o venida de Castilla; si la música estaba adelantada o si se enseñaban en escuelas públicas; y nos admiramos de ver toda aquella gente situada en medio de la barbarie y ser ellos tan civilizados. El corregidor ciñó las preguntas a su carácter y preguntó por el Rey, si era casado y si tenía sucesión, que a todo le contestamos y él hizo sus apuntes. También nos preguntó si hacía mucho tiempo que no veíamos a S.M., le dijimos que algunos años, pero que sabíamos por los correos marítimos últimos, que estaba bien. Se hizo explicar la forma y el cómo eran esos correos y no se olvidó del Pontífice, satisfaciendo nosotros su deseo y curiosidad”.

“Nos encargó encarecidamente que le dijésemos al señor Virrey, que no olvidara de ellos, que eran fieles vasallos del Rey Carlos y fueron infinitas las preguntas que tuvimos que contestarle y en retribución, le preguntamos por su pueblo y contestó: Que las familias eran 57 en otros tantos decentes y grandes ranchos de paredes de adobes, algunos y de techo de paja.”

“Los Guácaras son expertos, atentos, industriosos, amantes a los españoles, amables, sociales y les agrada el idioma castellano. Son cerrados de barba aunque el color es de cobre claro; pero en ambos sexos es general el rostro pecoso y el cabello colorado.”

El Gobierno se encierra en un solo corregidor, los vecinos son dueños de salir de sus pueblos a conchabarse, sin más requisito que avisarle su salida, quien no puede impedírsela a menos que no haya alguna atención para la Iglesia, que en tal caso todos contribuyen con su trabajo personal, del cual disfrutan con libertad para sí y sus familias, sin el intolerable yugo de sus vecinos los Misioneros, Tapes y Guaraníes.”

“El Corregidor y otros varios se mantienen de sus industrias del campo, llevan carradas de leña a vender a la ciudad de Corrientes, se conchaban en tropas de carretas y en las estancias por temporadas.”

“Del Hospicio de N. S. de las Mercedes de Corrientes concurre un religioso todos los días a dar misa, aunque lo más general es que lo tienen desde la víspera, y entre todos costean la limosna de este santo sacrificio y los demás gastos que ocasiona el fraile.

“A decir verdad, tuvimos un trato agradable de la mayor admiración y agradable porque veíamos en aquellas pobres gentes tan bellas cualidades y obsequios, metidas en un suelo de arena y da admiración el ver la velocidad con que hablan el castellano y los términos cultos que usan y finos en sus largas conversaciones y cumplidos.

Esto último se comprueba en el razonamiento que nos hizo el corregidor y su hermano al tiempo de despedirnos, que fue así: “ya que nuestra desgracia nos quita el gusto de que esta noche tuviéramos la honra de hospedar a ustedes, en esta su casa, nos queda el consuelo de que acaso en otro viaje hagan ustedes alguna mansión y con este motivo lograremos la satisfacción de manifestarles los deseos que tenemos de franquearles cuanto hay en esta pobre habitación”.

Esto fue producido con tanto despejo y agrado que nos dejó asombrados. Hemos dicho antes que salimos de los Guácaras llenos de sentimiento porque en realidad, de verdad, no puede observarse sin el mayor dolor el descuido con que se mira ese apreciable pueblo y sus bellos naturales que son susceptibles de cuanto se quiera.

La Revolución de Mayo

Producida la revolución de 1810 Guácaras tuvo un Comandante Militar, reclutó milicias para la defensa del territorio, y actuó como “Partido” dentro del proceso social.

En nuestros días la vieja reducción franciscana es conocida con el nombre de Santa Ana de los Guácaras, constituyéndose en uno de los pocos exponentes que quedan en pie, de lo que fueron los primeros pueblos de la provincia.

Siglo XIX

Las características del pueblo, entre tanto, no se habían modificado y continuaban siendo sustancialmente las mismas que predominaban a fines del siglo anterior.

El 26 de octubre de 1820 los vecinos Miguel Gerónimo Bega y Juan José Silvero piden mantenimiento de los mojones jurisdiccionales.

Recién en 1826 Santa Ana adquiere fisonomía urbana, gracias a la reorganización encarada por el gobernador Pedro Ferré, contando para esa época con treinta casas y la capilla.

Esta impresión de relativo estancamiento aparece corroborada en la excelente descripción del viajero Alcides D´Orbigny, quien visitó Sudamérica enviado por el Museo de Historia Natural de París en viaje de exploración científica.

Tras dicho viaje D´Orbigny escribió una obra monumental, la que constituye un relato histórico referido a Uruguay, Brasil, Paraguay, Chile, Perú, Bolivia y Argentina.

Llegó a Montevideo con 24 años de edad hacia fines de 1826 y desembarcó en Buenos aires en 1827.

Remontó el río Paraná tal cual lo había hecho siete años antes su compatriota Amado Bonpland, quien se encontraba por entonces secuestrado y cautivo en el Paraguay.

Llegó a Corrientes Alcides D´Orbigny, alojándose en Rincón de Luna, Itatí, Goya y el Iberá.

Su interés por la geografía, la zoología, la botánica y por la situación política y económica, nos permite actualmente tener una exacta descripción de aquellos tiempos.

En 1834, D’Orbigny volvió a Francia y escribió su monumental obra en nueve volúmenes Voyage dans l’Amerique Méridionale (“Viaje a la América Meridional”), una obra que sólo es comparable con los voluminosos escritos de Humboldt acerca de la América equinoccial.

Este pueblo de Santa Ana dice D´Orbigny, está agradablemente situado en medio de muchas lagunitas y junto a la mayor, llena de agua clara.

Consta de una treintena de casas bajas, techadas con troncos de palmera cortados en forma de teja, y una iglesia muy sencilla, perfectamente acorde con el resto”.

El viajero tiene la impresión de que la población se hallaba en decadencia y había conocido un pasado mejor: “las últimas guerras libradas por Artigas consumaron la ruina de la misión, antes tan florecientes y de no ser por la cantidad de casas aisladas de sus cercanías, cuyos propietarios acuden los domingos a la misa de la localidad, da la impresión de que ya había sido abandonada hace mucho tiempo.

Las últimas obras importantes de este período se refieren al exterior del edificio. En 1827 se construye el cementerio de la capilla, y una pared de adobes que repara la iglesia y la sacristía de las aguas y se renuevan las tejas del edifico en 1833.

Casa de la Tradición

Al pasar el viajero francés D´Orbigny por Santa Ana, visitó la casa más importante de su época y la describe en su crónica, la construida por el capitán Pedro (Pierre) Bréard, el primero que con ese apellido llegó al Río de la Plata radicándose en la zona. Allí nació su nieto el doctor Eugenio Breard quien fue vicegobernador de Corrientes en 1813, integrando por el Partido Autonomista la fórmula del Pacto que encabezó el gobernador Mariano I. Loza.

A partir de 1840 la vieja denominación indígena es cambiada por Santa Ana, por disposición del Comandante Militar del pueblo Pedro Vicente Amarilla. Se inician en 1848 los entierros en el interior del templo.

El pueblo mientras tanto fue amojonado y mensurado por el agrimensor Tomás Dulgeón, quien deslindó un ejido de 49 manzanas, en una operación que llevó a cabo el 9 de julio de 1850.

El tiempo transcurrido sobre materiales tan precarios como el adobe y los techos de teja de palma, fue dejando su huella en el edificio de la capilla.

Los libros de capilla no consignan reparaciones importantes por largos años, hasta que el 1870 se empieza a conocer, por vía de documentos oficiales, el estado ruinoso en que se hallaba el templo.

En 1869, una ley de la provincia dispuso que “…de los fondos del extinguido Bando de la Provincia…” se designaran “diez y seis mil pesos fuertes para reparación de los Templos de los Departamentos de la Provincia.

El 30 de mayo de 1870 con la firma del gobernador interino Pedro Igarzabal (el titular Santiago Baibiene estaba frente a las tropas librando la batalla de Ñaembé) y refrendado por su Ministro Lisandro Segovia, se adjudicó en virtud de esa norma a Santa Ana la cifra de $ 1.500 fuertes, para su reconstrucción.

Al mismo tiempo se nombraba una comisión encargada de colectar, conservar, solicitar suscripciones y colocar los fondos necesarios a tal fin. La integraban los señores Enrique Feliciano Romero, Plácido Alegre, Sebastián Gutiérrez, Juan Francisco Morel, Facundo Ximénez, Rafael Toledo, Mateo González, Pacomio Alfonso, Ciriaco Ramírez y Marcos Gauna.

Para esta misma fecha se advierten en el interior del templo dos grandes lápidas de enterramiento, que llevan las fechas de 1870 y 1871.

No obstante las expectativas abiertas por el decreto y la comisión constituida para administrar los fondos destinados a la reparación del templo, la entrega de los recursos no se llevó a cabo. El deterioro del edificio continuó amenazando gravemente su estructura, al punto que trece años después, una comisión de vecinos hizo saber a las autoridades el estado del edificio y propuso diversas medidas para repararlo.

Por decreto del 4 de enero de 1876 el gobernador Victorio Gelaber determina la refacción de la escuela de Santa Ana. La petición se la formuló la Comisión Municipal y la respuesta fue inmediata dado que la Escuela de niños, tras unas lluvias muy intensas, quedó prácticamente destruida en su totalidad.

En 1882 don Demetrio Cabral, presidente de la Comisión Municipal, solicita al Ministro de Hacienda e Instrucción Pública de la Provincia Francisco Araujo la colocación de farolas en la plaza de Santa Ana. El 30 de noviembre firma el Decreto autorizando la obra el gobernador Ángel Soto.

Soto en su carácter de vicegobernador había asumido el gobierno tras renunciar Antonio Gallino –ambos autonomistas- y designó ministros de Gobierno al doctor Manuel Derqui y de Hacienda a Francisco Araujo. En la inspección General de Armas nombró al coronel José Toledo, el famoso “Toledo el Bravo”. Dentro de la precaria situación financiera provincial algunas obras públicas se llevaron a cabo durante esta administración.

Terminación del Templo

Un decreto del 13 de diciembre de 1889 acordó una partida de $ 3.000 para reparación del templo, lo cual permitió llevar a cabo las obras durante tanto tiempo esperadas.

La noticia de la terminación del templo en 1891, publicada en un diario local, adelanta además detalles sobre las características de la obra.

Allí por ejemplo se hace saber que los miembros de la comisión: “…por razones diversas no iniciaron la construcción del frontis del templo –que era lo que debía hacerse- hasta que el juez pedáneo don José M. Toledo tomó sobre si la tarea de llevarlo a cabo, habiendo visto recompensado sus esfuerzos con la terminación de la obra”.

“Una vez que esta obra quede terminada –agregaba el comentario- Santa Ana tendrá una iglesia como no la tienen todavía los pueblos próximos a la capital”.

La envergadura de las obras emprendidas incluyó así la transformación de la fachada, con adición de una torre en el centro, la modificación de las paredes, el techado con tejas cocidas, la reposición de las vigas principales y el restablo.

Del anterior edificio se advierte hoy el piso de ladrillos de las galerías y del presbiterio, las pesadas puertas y ventanas y la tirantería labrada del coro y de las galerías exteriores.

Con posterioridad a esta fecha, no se conocen otras obras en el edificio, el cual permaneció intacto conservando su viejo aire colonial, y la dignidad de su porte presidiendo la vida espiritual del hoy pequeño y hermoso pueblo.

La Capilla es de nave única, de planta rectangular de 5,80 metros por 24, techada a dos aguas. Tiene galerías laterales, de 2.50 metros de ancho, a ambos lados de la nave, cubiertas con la prolongación de sus faldones.

Los muros perimetrales de la iglesia son portantes, de 80 centímetros de espesor, realizados con ladrillos de 40×20 cm. Asentados en barro. La cubierta, que actualmente es de chapas, anteriormente lo fue de tejas de palma y posteriormente de tejas de barro cocido.
El edificio está estructurado sobre cabriadas de madera dura labrada, con ménsulas en los apoyos, cabios y entablonado de madera. La galerías laterales, son siete columnas cada una, de 14 a 17 cm. Terminadas en capiteles de una pieza trabajados en simétricos rigor y cuidado del detalle.
El entrepiso del coro, que muestra interesante escala y agradables proporciones, apoya sobre dos columnas de maderas similares a las exteriores, configurando una planta baja, atrio, bautisterio y escalera, donde las proporciones están alteradas por la remodelación posterior, que añade gruesos machones de mampostería como sostén a la torre. La escalera de acceso al coro, de antigua factura, hace suponer por sus excesivo ángulo de verticalidad, que la altura del entrepiso pudo haber sido todavía menor que la que presenta actualmente.
La fachada se remodeló adoptando una solución de neto corte italianizante, con una torre central cuadrangular que remata en una cúpula hemisférica con cuatro piñas como acroteras.
Las aberturas del campanario así como las arcadas de las galerías laterales enmarcan arcos de medio punto. La portada rectangular, las molduras, el luneto superior, todo refirma el carácter neo-renacentista de la solución. Asimismo, la verja de hierro entre gruesos pilares y muro inferior de mampostería, ubicada sobre la línea de edificación.
El presbiterio se conforma en el espacio de la misma nave, acusándose por un ascenso del piso cuyo escalón, consistente en un grueso umbral de madera dura labrada, sirve como base del comulgatorio.
La iluminación se produce por dos ventanas rectangulares de dos hojas, con rejas rectangulares de hierro redondo, de ubicación asimétrica: una sobre el presbiterio y la otra en la nave, además cuenta con dos puertas de dos hojas que comunican con las galerías laterales.
El pavimento interior es de mosaicos, el de las galerías y el presbiterio en cambio, de ladrillos planos, de barro cocido de 40×20 cm.
Adosada al presbiterio está la sacristía, la vivienda del sacerdote y el salón unido por la galería exterior y cubiertos de techo de tejas cocidas, de 60 cm. De largo, apoyadas en tirantería y entablonado de madera.
El restable es de interesante trabajo, aunque posteriormente ha sido cubierto por una gruesa capa de pintura y ornado de artefactos eléctricos. Guarda proporción con el tempo, lo cual hace suponer que ha sido ejecutado para el mismo.
Los bancos, que en número de cuatro se conservan en la capilla, son muy simples y de gran austeridad, de factura rústica y modelado sencillo. Están ejecutados en madera dura y resinosa, aparentemente la misma que fuera utilizada en la elaboración de las cabriadas y el retablo. La hornacina para el agua bendita es una solución casi familiar, de emotiva ingenuidad.
La capilla de Santa Ana, en resumen, configura una arquitectura de gran sobriedad y modestia. De escala muy a la medida del hombre y guardando proporciones que revelan un acertado manejo del espacio y de las formas.
Su mayor encanto reside en las galerías laterales, que determinan un espacio intermedio en el que se funden la luz exterior y la penumbra interna, y donde el juego de las columnas y capiteles, de los cabios, el entablonado y los ladrillos del piso establecen un ámbito armónico y pleno de sugerencias.
El campanario original, cuya reparación consta que fue efectuada en 1814, probablemente haya sido a semejanza de soluciones paraguayas similares, de dos o cuatro palos, en forma de torre. Ello refirmaría la coherencia de la resolución antigua, modificada ahora por la nueva fachada, al gusto finisecular.
El 18 de abril de 1935 el comisionado Municipal R. Romero eleva al Jefe de Policía de la Provincia el mapa catastral Sánchez (en referencia al notable Agrimensor de esos tiempos Zacarías Sánchez). El 18 de mayo de 1935 el Juez de Paz Félix Romero informa al Sub Secretario de Gobierno sobre la zona jurisdiccional que ejerce sus funciones, adjuntando un dibujo de la misma.

El Ingenio Primer Correntino

El 19 de agosto de 1882 fue inaugurado el primer ingenio del nordeste del país, a 6 kilómetros de Santa Ana, propiedad de la firma Somoza y Cía, siendo posteriormente adquirido y modernizado por don Adriano Nalda.
Al finalizar este período gubernativo que inició Gallino, fue Manuel Derqui quien triunfó en las elecciones y se constituyó en el nuevo gobernador a partir de 1883. Y fue Derqui quien el 3 de junio de 1884 autoriza el pago de alquiler del inmueble que ocupaba el Juzgado de Santa Ana, cuyo pedido lo formularon el Juez Pedaneo y el Sub-Receptor del pueblo. Firman la autorización los ministros Tomás Vedoya y el joven de 24 años Juan Ramón Vidal, quien ocupaba su primer cargo público por entonces.

En 1894 el pueblo tenía 750 habitantes. A 19 kilómetros de la capital se levantó la estación del Ferrocarril Económico, en la línea a San Luis del Palmar y el 24 de agosto de 1898 fue inaugurado el tráfico al público.
Por decreto Nº 242 del 5 de febrero de 1920 se le otorga autonomía a los municipios de Curuzú Cuatiá y Mercedes y luego por ley Nº 315 del 27 de septiembre, al ratificarse las mismas, se “reconoce como comisiones municipales electivas a la de los pueblos… y como Comisiones de Fomento, la de los de Santa Ana, Villa Mariano I. Loza y Yofre…”.

En 1998 es erigida en Parroquia por Monseñor Castagna y la Capilla es Monumento Histórico Nacional. Desde el 2000 se le agregó una fracción de superficie que le permite la salida al río Paraná.

 


Agradecimientos especiales al Sr. Juan Carlos Raffo

Historiador correntino que nos brindó el aporte de esta investigación y las imágenes, acerca de nuestro querido pueblo Santa Ana de los Guácaras

Sitio Web: www.historiasderaffo.com.ar